Por qué Ghana no debe firmar el AAE tal y como está – Kwabena Nyarko Otoo Form – Kwabena Nyarko Otoo

Sobran razones para que Ghana se niegue a firmar el caballo de Troya del libre comercio que se le presenta empaquetado como ‘Acuerdo de Asociación Económica’ (AAE).

De entre ellas, destacan dos que engloban al resto: la historia de la cooperación al desarrollo entre la Unión Europea y África, y el futuro que queremos para nuestros países. La importancia del presente no debe hacernos olvidar que la lamentable realidad en la que nos encontramos es básicamente fruto de nuestra historia compartida con Europa. Tenemos la obligación de alejarnos a toda velocidad de la situación actual forjando un futuro que favorezca la prosperidad. Y no podremos lograrlo mediante un simple reembalaje de nuestra historia compartida o utilizando nuestro nada envidiable presente para justificar la prolongación de las relaciones del pasado.

¿Cuál ha sido la historia de nuestra relación con Europa y la Unión Europea? Como todos sabemos, comenzó con la esclavitud, continuó con siglos de colonialismo y finalizó con un intento paternalista y detestable de neocolonialismo, punto en el que hoy nos encontramos. En la era neocolonial, Europa sabe de sobra qué es lo mejor tanto para África como para Ghana. Llevamos medio siglo escuchándola y cumpliendo sus deseos. Ello, unido a nuestros propios errores de desgobierno, nos ha traído a este deplorable presente. El colonialismo había ya allanado gran parte del terreno sobre el cual se erige la relación neocolonial. A nuestras economías se les asignó, como único papel, el de ser sus “leñadores y aguadores”, es decir, productoras de materias primas para la industria de los colonialistas. A cambio, recibíamos productos manufacturados de la industria de la metrópolis. El gran fallo de esta división del trabajo impuesta por el pacto colonial es que, como hoy sabemos, las relaciones de intercambio entre la industria (productos manufacturados) y la agricultura (materias primas) siempre, a lo largo de toda la historia de la humanidad, han favorecido a la industria. Hace 30 años, con una tonelada de cacao se compraba un VW. Hoy son necesarias más de 20 toneladas de cacao para comprar un VW.

Este patrón colonial estaba abocado a desaparecer a medida que el colonialismo tocaba a su fin. Europa lo sabía y procedió a esbozar una estrategia. Una vez más, no conseguimos anticiparnos. Así fue como, antes de que el primer país africano negro — Ghana — lograra salir del colonialismo en 1957, Europa había perfilado el Tratado de Roma, que firmaron seis países europeos y los Estados independientes de la época de África, el Caribe y el Pacífico (ACP). El Tratado de Roma contenía un programa para el desarrollo económico y social que incluía reformas estructurales de carácter comercial, cooperación monetaria y transferencia tecnológica. El Tratado de Roma fue sustituido por las (2) Convenciones de Yaundé, de 1963 y 1969, firmadas entre la Comunidad Económica Europea (CEE) y las 18 excolonias francófonas. Las Convenciones de Yaundé contemplaban la cooperación comercial, financiera y técnica. Lenta pero paulatinamente se fueron estableciendo las instituciones económicas y políticas neocoloniales. De hecho, ya se acusaba entonces a las Convenciones de Yaundé de reforzar la división del trabajo propia del pacto colonial, porque los países ACP continuaban produciendo materias primas que intercambiaban por manufacturas de la CEE.

En 1973, el Reino Unido entró a formar parte de la CEE acompañado del grupo de países de la Commonwealth. Dos años más tarde, en 1975, entra en vigor la serie de Convenciones de Lomé. Lomé I, firmada por nueve países miembros de la CEE y 46 países ACP, se centraba en la cooperación para el desarrollo y en las preferencias unilaterales para las exportaciones desde la ACP al mercado europeo. El Acuerdo de Georgetown de 1975 institucionalizó el grupo ACP y estableció una Secretaría permanente. En 1979 se firmó Lomé II, suscrito por 58 países ACP. Con él se reforzó el sistema de preferencias unilaterales para las exportaciones de los países ACP. Unilaterales en el sentido de que las exportaciones de los países ACP estaban exentas de aranceles aduaneros en la CEE, pero a las importaciones de los países ACP desde Europa sí se les imponían aranceles aduaneros.

A pesar de estos acuerdos, los países ACP se dieron cuenta de que sus ingresos por exportaciones no sólo estaban cayendo sino que, además, atravesaban enormes fluctuaciones. El deterioro de los términos de intercambio de las materias primas comenzaba a hacer mella. Aún con esta amarga realidad, Europa logró embaucar a la ACP. Es importante recordar cómo lo hicieron, ahora que el debate acerca de los AAE entra en su recta final. En lugar de promover y apoyar la diversificación de la estructura de producción de las economías ACP, Europa inteligentemente propuso, y la ACP dócilmente aceptó, una compensación por la caída de sus ingresos y continuar exportando materias primas. Por ello, las primeras dos Convenciones de Lomé incluían el régimen STABEX — un sistema de estabilización de los ingresos de las exportaciones. De hecho, Lomé II añadió SYSMIN, un mecanismo del mismo tipo que STABEX, pero aplicable específicamente a los productos minerales.

Los ingresos obtenidos por nuestras exportaciones se estabilizaron momentáneamente y ello nos sirvió de estímulo. En 1984 firmaron Lomé II diez países europeos y 65 países ACP. Este acuerdo ponía el énfasis en el diálogo político, en el paso progresivo desde la financiación de proyectos a la financiación sectorial y priorizaba la financiación de las infraestructuras. Lomé IV fue firmado en 1989 por 68 Estados ACP y 12 países europeos. Lomé IV cambiaba drásticamente la imagen oficial de las relaciones entre la UE y los países ACP, que pasaban de ser puramente económicas a unas relaciones abiertamente políticas, con énfasis en los derechos humanos. Era la época en la que se tambaleaban últimos ladrillos del Muro de Berlín y se vislumbraba ya el final del imperio comunista, así que Europa se atrevió a hablar abiertamente de sus intenciones políticas hacia el grupo ACP. De hecho, Lomé IV supuso una profundización del enfoque más liberal hacia el desarrollo que ya había comenzado con Lomé III. Oficialmente se destacaba (con énfasis) la importancia de la diversificación de las economías ACP, la promoción del sector privado y la necesidad de una integración regional. Sin embargo, en realidad, se acentuó aún más la dependencia de los países de la ACP de las exportaciones de materias primas.

La revisión intermedia de Lome IV llevó a la firma en 1995, en Mauricio, de un nuevo acuerdo entre 15 países europeos y 70 Estados ACP. A finales de 1995, después de una serie de revisiones, la Comisión Europea publicó su llamado “Libro Verde sobre las relaciones entre la Unión Europea y los Estados ACP en los albores del S. XXI. Desafíos y opciones para una nueva asociación”. Entre las cuestiones clave que el Libro Verde plantea, destacan:

• Una modificación de la configuración geográfica una vez finalizada la guerra fría.

• Abordar las deficiencias del sistema comercial de preferencias unilaterales, a la luz de la emergencia de la OMC.

• Abordar los crecientes conflictos y crisis humanitarias en la región ACP.

Estas consideraciones llevaron a las dos partes — la ACP y la UE — afirmar el Acuerdo de Asociación de Cotonú, el 23 de junio de 2000, con un periodo de validez de 20 años, renovable cada cinco años. Lo suscribieron 15 países europeos y 67 países de la región ACP. A grandes rasgos, el Acuerdo de Cotonú plantea, en primer lugar, que el desarrollo es sobre todo una cuestión de carácter político y, en segundo lugar, que la globalización no puede coexistir con la pobreza, la desigualdad y la exclusión.

Como se indicó anteriormente, en el contexto de la Convención de Lomé, el comercio se basaba en preferencias unilaterales otorgadas a los Estados ACP, que podían exportar cualquier producto a la UE sin pagar aranceles y sin cuotas. Era unilateral en el sentido de que si bien las exportaciones de los Estados ACP no tenían barreras arancelarias para entrar en la Unión Europea, a las exportaciones europeas hacia los Estados ACP sí se les imponían aranceles. Este sistema de preferencias unilaterales continuó con el Acuerdo de Cotonú, aunque ahora requería una exención de la Organización Mundial del Comercio (OMC) para poder aplicarlo.

Por lo tanto, dentro del propio Acuerdo de Cotonú, la ACP y la UE acordaron formular un nuevo marco comercial compatible con las normas de la OMC y completarlo antes del 31 de diciembre de 2007, fecha en la que expiraba la última exención otorgada a la UE. El Acuerdo de Cotonú no es un acuerdo comercial en sí mismo sino un “compromiso de acordar” en una fecha posterior un nuevo acuerdo comercial, denominado ‘Acuerdo de Asociación Económica’, compatible con las normas de la OMC.

En los 12 años transcurridos desde que se iniciaron las negociaciones, los Estados ACP y la Comisión Europea han diferido en cuestiones nada triviales sobre cómo traducir la compatibilidad con las normas de la OMC. Parte del problema es la falta de claridad de las normas de la OMC que regulan los acuerdos regionales y bilaterales de libre comercio, y que con frecuencia dan pie a distintas interpretaciones. La UE ha explotado esto en beneficio propio, mientras nosotros lo contemplamos con impotencia. Quienes desde la sociedad civil seguimos las deliberaciones desde 2002, hemos intentado en todo momento interpretar las distintas propuestas planteadas por la Comisión Europea a la luz del contexto histórico general que acabamos de describir. Hemos procedido a contrastar lo que los países europeos hicieron (y en algunos casos continúan haciendo) históricamente en materia de política comercial, cuando ellos eran tan pobres como somos nosotros hoy en día.

En las últimas tres décadas, la cuota de África en el comercio mundial se ha desplomado a casi la mitad, pasando de representar el 6% a menos del 3%. En este mismo periodo se obligó a África a abandonar las políticas autárquicas que caracterizaban la sustitución de importaciones. Muchos países, como Ghana, formularon y aplicaron estrategias de crecimiento basadas en las exportaciones. También disfrutamos de acceso preferencial a los mercados europeos. Sin embargo, en realidad, este acceso a sus mercados era artificial. A medida que se reducían los aranceles de nuestras exportaciones, se apresuraban a sustituirlos por un flujo de barreras no arancelarias, como las medidas fitosanitarias, que el Banco Mundial calificó en un momento dado de “ilógicas”. Los subsidios masivos que la Comisión Europea ofrece a los agricultores y a las industrias europeas impiden la competitividad de nuestras exportaciones en los mercados europeos, exceptuando las materias primas. Por encima de todo, cualquier intento de pasar a la manufactura se encuentra con una escalada arancelaria, en la que el aumento de las tarifas es proporcional al nivel de elaboración. Todo ello ha llevado a que lo único que podemos exportar sean materias primas, es decir, una vuelta a nuestra condición de “leñadores y aguadores”.

Parece inevitable proceder a una reforma de nuestras relaciones comerciales con la UE a largo plazo para conformarlas a las normas de la OMC. Pero el paquete del Acuerdo de Asociación Económica, tal y como está concebido en la actualidad, no es inevitable para la compatibilidad con la OMC. Tal y como está estructurado en la actualidad, el AAE representa un peligro para el futuro de nuestro desarrollo nacional; se trata de otro vehículo para perpetuar el neocolonialismo. Cualquier análisis que ignore la historia propiciará el tipo de recomendación planteada por el informe del IMANI “Apoyo basado en pruebas para que Ghana ratifique el AAE”. Cuando hablo de historia, me refiero a la historia compartida por la UE y los Estados ACP en materia de comercio y desarrollo, la historia de las negociaciones desde 2002 con todos sus contratiempos y vicisitudes y, naturalmente, la historia del papel de la política comercial en el desarrollo nacional.

Permítanme concluir con una cita incluida en el programa electoral de los Republicanos de 1896:

“Renovamos e insistimos en nuestro apoyo a la política de protección, como baluarte de la independencia de la industria americana y base del desarrollo y la prosperidad de América. Esta auténtica política americana (el proteccionismo) grava los productos extranjeros y promueve la industria nacional; grava los ingresos de las mercancías extranjeras; preserva el mercado americano para los productores americanos; apoya los niveles salariales americanos para el trabajador americano; ubica la fábrica al lado de la granja y consigue reducir la dependencia del agricultor americano de la demanda y de los precios extranjeros; generaliza el ahorro y encuentra la fuerza global en la fuerza de cada uno”.