Un Nuevo Pacto Verde podría frenar en seco la tremenda huella de carbono que provoca el entramado militar-industrial

Cada vez son más las voces que abogan por un Nuevo Pacto Verde para cambiar el mundo. Este nuevo pacto incluye inversiones a gran escala para impulsar una transición justa y cuenta con el apoyo de las propuestas de ley presentadas el pasado febrero en Estados Unidos por la congresista demócrata Alexandria Ocasio-Cortez y con el respaldo internacional de destacados políticos de izquierdas. Entre las medidas que propone destacan la descarbonización de la economía; las inversiones en transporte e infraestructura; la creación y promoción de empleos ecológicos que sean a la vez trabajos dignos; garantizar los derechos humanos y de los trabajadores; y proteger el medio ambiente. Ofrece una alternativa a la supremacía del capitalismo basado en el consumo intensivo de combustibles fósiles que nos está empujando a todos al borde de un colapso climático, ecológico y financiero. Sin embargo, para abordar realmente la magnitud de la crisis a la que se enfrenta la humanidad, el Nuevo Pacto Verde tiene que abarcar mucho más: tenemos que desmantelar el entramado militar-industrial.

Además de resultar devastadoras para todos los componentes de la vida vegetal, animal y humana, la guerra y las industrias relacionadas con la misma tienen un impacto inmenso en el clima. Hasta 2015, las emisiones militares estaban excluidas de todos los objetivos nacionales integrados en los acuerdos internacionales sobre el cambio climático. Y como el presidente Donald Trump ha anunciado que Estados Unidos se retirará del Acuerdo de París de 2015 sobre el cambio climático, sus emisiones relacionadas con el sector militar seguirán sin estar reguladas. Estados Unidos ya es el segundo mayor emisor de gases de efecto invernadero, por detrás de China.

El científico Richard Heede calculó que entre 1951 y 2010 las empresas petroleras estadounidenses Chevron y ExxonMobil fueron las responsables de más del 7,5% de las emisiones antropogénicas del planeta. Varias investigaciones posteriores demostraron que desde que se iniciaron las negociaciones climáticas anuales en 1988 hasta 2017, 20 empresas fueron las responsables del 63% de las emisiones generadas por el ser humano, ocho de las cuales tienen su sede en Estados Unidos.
Al igual que ocurre con la rendición de cuentas en el ámbito del cambio climático, el cálculo del impacto que tienen las guerras es más claro cada año. El Departamento de Defensa de Estados Unidos es “el mayor usuario institucional de petróleo del mundo y, por tanto, el mayor productor de gases de efecto invernadero del planeta”, según un informe publicado el pasado junio por la politóloga estadounidense Neta Crawford.

Comparando cifras, el ejército estadounidense emite anualmente más gases de efecto invernadero que Suecia o Portugal.

La guerra perjudica al medio ambiente y a la atmósfera, por no hablar del combustible que consume la maquinaria militar ni de su increíble logística de destrucción. Por ejemplo, los graves daños medioambientales que provocó la invasión de Irak de 2003 incluyeron la contaminación de la tierra, el agua y el aire debido a los humos venenosos que se propagaron tras el incendio de los pozos petrolíferos y al uso de bombas incendiarias altamente tóxicas que se lanzaron en tierras iraquíes, incluidas las de uranio empobrecido, por no mencionar las más de 288.000 muertes violentas. En Vietnam, Camboya y Laos, los bosques todavía no se han recuperado del uso del napalm (un producto espeso derivado del petróleo) y del Agente Naranja (un ‘herbicida táctico’) durante la guerra de Vietnam. Asimismo cabe destacar la huella de carbono derivada de la reconstrucción de las poblaciones, ciudades y naciones destruidas por los conflictos, además de las emisiones provocadas por los productos derivados de la guerra, como la fabricación y las pruebas de armamento.

El papel que desempeña el petróleo y el establecimiento de la paz como una de las prioridades del Nuevo Pacto Verde

Como ya sabemos, en las últimas décadas la insaciable demanda de petróleo ha sido una de las razones por las que se han desatado algunos de los principales conflictos mundiales liderados por Estados Unidos, desde Afganistán e Irak hasta Libia y Siria. No es casualidad que Venezuela e Irán, con grandes recursos petrolíferos, ocupen los primeros puestos de la lista de próximos países a invadir por los halcones de la guerra de Washington.

Asimismo, la maquinaria bélica permite a las empresas petroleras cometer actos de violencia que van más allá de la guerra. Durante siglos, las industrias extractivas han invadido y saqueado violentamente los territorios indígenas con el fin de obtener beneficios económicos. Por todo el planeta, pero principalmente en el hemisferio sur, existen zonas que antes eran terrenos fértiles y prósperos y que fueron destruidos por los residuos tóxicos. Como ejemplos destacan la región del delta del Níger en Nigeria donde la petrolera Shell ha convertido una zona de sorprendente biodiversidad en una de las áreas más contaminadas del mundo o la destrucción de la Amazonia ecuatoriana durante décadas por parte de Chevron-Texaco. Acabar con el extractivismo resulta esencial para abordar el preocupante cambio climático. Por tanto, el mes pasado 24 eminentes científicos instaron a las Naciones Unidas a que declarara el ecocidio un crimen de guerra en base al Convenio de Ginebra.

Además de provocar conflictos bélicos y daños medioambientales debido a su uso, el petróleo alimenta otro círculo vicioso dentro del sistema capitalista. Los Estados productores de petróleo compran enormes cantidades de armas a las potencias occidentales, lo cual permite al capital internacional recuperar sus petrodólares.

Al mismo tiempo, consolida el poder de algunos de los regímenes más autoritarios del mundo. Arabia Saudita, por ejemplo, ha sido acusada de haber cometido graves violaciones de los derechos humanos en su territorio, de crímenes de guerra en Yemen, de apoyar a sanguinarios regímenes militares en Egipto, Libia y Sudán y de permitir la financiación del terrorismo. Hay que hacer mucho más para poner límites al segundo mayor productor mundial de petróleo y uno de los puntos clave de presión consiste en cuestionar las alianzas militares y comerciales.

Al establecer la paz como una de las principales prioridades del Nuevo Pacto Verde se abre un camino para revertir el círculo vicioso de armas, petróleo y guerra. Sin embargo, los intereses corporativos ya se están oponiendo firmemente al Pacto con un discurso contrario al mismo que impregna todos los medios de comunicación. Uno de los argumentos que esgrimen es que es inviable desde un punto de vista económico. Los republicanos estadounidenses sostienen que costaría 93 billones de dólares USD, basándose en un informe de un think tank de derechas que no ofrece ningún cálculo de costes reales.

Cada vez más empresas petroleras están haciendo campaña a favor de un impuesto al carbono llamado el Plan Baker-Schultz contra la creciente tendencia política a favor de las medidas para luchar contra el cambio climático, entre las que se incluye el Nuevo Pacto Verde. Sin embargo, dicho plan garantiza que los negocios sigan funcionando como siempre y limita la anterior responsabilidad climática de los grandes contaminadores.

Por otra parte, si se llegara a aplicar el Nuevo Pacto Verde, su escala sería fácil de manipular. Como propone soluciones a problemas globales, el Nuevo Pacto Verde ofrece un amplio margen para lograr una gran base de apoyo público. Dicho contrapoder es esencial para impulsar esta idea, tanto en las urnas como en el ámbito legislativo.

Volver a forjar un sistema industrial ecológico

El Nuevo Pacto Verde debe su nombre al New Deal de la decada de 1930, un amplio programa de obras públicas nacionales que sacó a Estados Unidos de la Gran Depresión. Sin embargo, en esta ocasión tenemos que ir más lejos. Los defensores del Nuevo Pacto Verde aseguran que hoy en día para descarbonizar la economía habría que igualar la magnitud de la movilización durante la Segunda Guerra Mundial. De hecho, tenemos que desmantelar el entramado militar-industrial-petroquímico y volver a forjar un sistema ecológico.

La ciudad española de Cádiz es uno de los lugares donde se están aplicando las políticas del Nuevo Pacto Verde, incluido el uso de una red energética de propiedad pública. Los beneficios se reinvierten en energías renovables y en apoyar a las personas que sufren la pobreza energética. Esto se ajusta a la ética del gobierno municipal de poner a la gente y al planeta por delante de los beneficios, aunque el alcalde ha recibido críticas por facilitar un contrato de 2 mil millones de dólares USD para construir buques de guerra para Arabia Saudita. Aun así, Cádiz también podría transformar su maquinaria bélica en productos de utilidad social. El modelo para este sistema se conceptualizó hace más de 40 años.

En 1976, los trabajadores de una empresa británica aeronáutica llamada Lucas diseñaron el Plan Lucas para evitar los despidos. En pocas palabras, planteaban transformar las habilidades y la infraestructura que usaban para construir equipos militares con el objetivo de crear productos de utilidad social. Propusieron más de 150 productos que abarcaban desde material médico a artículos de ahorro energético. El proyecto planteaba hacer uso de las ayudas que el Estado brindaba a la industria militar. Al final no llegó a aplicarse, pero como ahora el Partido Laborista está promoviendo medidas para lograr un Nuevo Pacto Verde en Reino Unido, actuamente el Plan Lucas es más relevante que nunca.

Por supuesto que existe la traba del financiamiento. Los defensores del Pacto apuntan a varios modos de financiación, incluido el hecho de que el coste derivado de no hacer frente al colapso climático sería mucho mayor que financiar el Nuevo Pacto Verde y de que las subvenciones al petróleo podrían transferirse a las industrias ecológicas.

Si incluimos la paz en el Nuevo Pacto Verde, ampliaremos aún más las posibles vías de financiación. Imaginemos lo que se podría lograr tan solo en Estados Unidos si cada dólar del Pentágono se utilizara para promover las granjas eólicas comunitarias, el transporte eléctrico y la adaptación de los hogares para introducir mejoras energéticas.

Si ganamos la campaña política para aplicar el Pacto habría que resolver algunas de las cuestiones más urgentes de la injusticia global relacionadas con el impacto del colonialismo y con quién se está beneficiando del actual colapso medioambiental. Dichas cuestiones se están planteando cada vez más en los juzgados. Debido a factores como los conocimientos científicos cada vez más amplios, estamos avanzando hacia una fase en la que los responsables del cambio climático tendrán que indemnizar a las víctimas. Podríamos superar fácilmente la cantidad de dinero necesaria para financiar un Nuevo Pacto Verde a nivel mundial si todos los que amasaron miles de millones beneficiándose del petróleo, las guerras y otras industrias relacionadas fueran obligados a pagar indemnizaciones.

Entonces, si vamos a crear un proyecto de justicia social transformador, ¿por qué no hacerlo a nivel mundial? Así podríamos vislumbrar un futuro en el que los pueblos de Yemen y Sudán se dedicaran a generar energías renovables comunitarias en lugar de enfrentarse a la muerte en la lucha geopolítica vinculada al petróleo. Podríamos imaginar sociedades indígenas viviendo en armonía con la naturaleza, en lugar de amenazadas por el genocidio. Es decir, un mundo donde la energía que se usa para destruir la vida se utilice para crear una vida digna para todos y todas.