Una normalidad nueva

Una normalidad nueva

This health, economic and social pandemic has shown the need for strengthened welfare states, and the political risks associated with weakening them, as well the need to build welfare states where they do not exist in order to avoid permanent conflicts and the crisis of dislocated emigration.

(AFP/Dominika Zarzycka/NurPhoto)

Hay quien sostiene que después de la pandemia de covid-19 ya nada será igual que antes. No comparto la rotundidad de esta afirmación. El riesgo de regresar al pasado, lo que algunos llaman “nueva normalidad”, es real, si no lo evitamos. Todo dependerá de la relación de fuerzas que se vaya estableciendo a nivel global, europeo y en cada país, por este orden. De momento, el terrible coronavirus, en sus diferentes versiones —china, inglesa, brasileña, india— está haciendo estragos. La desigualdad se ha acrecentado como sucede cuando se producen cataclismos económicos, que generan oportunidades para los más pudientes y quiebras para los más débiles.

En la mayor parte del planeta ha supuesto las calamidades de siempre y una erosión de la democracia social donde esta existe, es decir en la Unión Europea y poco más. Por estas latitudes se ha resistido mejor el tsunami de covid-19 gracias a los Estados de bienestar, mellados por las políticas ultraliberales que condujeron a la crisis de 2008, pero que han aguantado el tirón mejor que en otras áreas. Un par de datos nos pueden esclarecer más que mil palabras sobre cómo está el mundo después de la “barrida neoliberal” que se inició a finales de los años 70 del siglo pasado.

El primero indica que las diez mayores fortunas del mundo poseen una riqueza equivalente a la de 3.500 millones de personas. El segundo es una información de la OIT que desvela la escandalosa situación en que trabaja la mayoría de la población del globo. Es decir, la llamada “economía sumergida”, sin derechos de ninguna clase, alcanza al 85% de la población laboral de África, el 65% en Asia, el 45% en América Latina y al 25% en Europa.

No es de extrañar que donde no se conoce el Estado social los destrozos son históricos. Lo que está sucediendo en Brasil, la India, los EEUU de la reciente ‘época Trump’ o en África son ejemplos concluyentes. En el Brasil de Jair Bolsonaro, con 2,5 veces la población de Alemania, llevan cinco veces más muertos y la epidemia descontrolada. En EEUU, con una población 3,9 veces la del país germano, tienen siete veces más fallecidos. En la India estamos asistiendo a una catástrofe de magnitudes bíblicas, y en África la cifra de los que han recibido la vacuna apenas sobrepasa el 1%.

Esta es una parte de la herencia que ha dejado esa política ultraliberal que se impuso cuando la señora Margaret Thatcher decidió que no había sociedad, sino solamente individuos y que había que romper la catenaria al movimiento sindical inglés.

En esta operación de derribo social le secundó ese mediocre actor de Hollywood, de ideas simples, llamado Ronald Reagan, cuando dejó dicho para la historia aquello de que había que “descabalgar al Estado de la espalda de los ciudadanos”. Luego vino el consenso de Washington con su furia privatizadora, desreguladora y desfiscalizadora. Y la película ha terminado, de momento, con todo el mundo, los primeros los más liberales, subidos a la chepa del Estado, por lo menos ahí donde hay algo parecido a un Estado.

Fin al capitalismo neoliberal. Fortalecer/construir Estados del bienestar

Por esta razón, sostengo que es urgente acabar con esta versión “neoliberal” del capitalismo, con su fracasado ‘austericidio’, y su no menor naufragio ante la cadena de pandemias de covid-19. De lo contrario, existe el riesgo de regresar, por un lado, a las políticas de austeridad ante el aumento vertiginoso de las deudas públicas y, de otro, a que avancen los populismos, euroescepticismos y otros males que alimentan experiencias “iliberales” o autoritarias.

Lo que está demostrando, de nuevo, esta pandemia sanitaria, económica y social es que no se puede debilitar el Estado de bienestar, sino todo lo contrario, pues de caer en tal anemia se corren graves riesgos políticos. Y al mismo tiempo muestra la necesidad de construirlo allí donde no existe, si queremos evitar los conflictos permanentes y el drama de la emigración dislocada. Un Estado social que solo es viable con un mejor reparto de la riqueza —la propiedad— y sólidos sistemas fiscales que garanticen servicios públicos de calidad en la sanidad, la educación etc.

Ahora bien, con presiones fiscales como las de América Latina, Asia o África, inferiores en la mayoría de los casos al 20/25% del PIB, no hay Estado de bienestar posible, ni tan siquiera un Estado moderno. Por esta razón defiendo que hay que plantearse no solo un mejor reparto de la renta —vía salarios e impuestos—, sino también de la propiedad en determinadas circunstancias como son las situaciones de monopolio, empresas demasiado grandes para caer o en servicios esenciales.

En estos supuestos el interés colectivo debe primar sobre el privado, y pasarse a formas de propiedad y/o gestión colectivas no necesariamente estatales, incluyendo colaboraciones público/privadas. Son formas que se han dado en el pasado y que existen en la actualidad en diferentes países con notable éxito. En todo caso, la intervención pública en estos casos dependerá de la fuerza que tenga la voluntad política democrática de hacerlo.

No se entiende por qué las ingentes cantidades que los Estados han prestado a las grandes corporaciones en situaciones de dificultad no se han transformado en participaciones en el capital, como habría hecho cualquier prudente inversor privado con su dinero. O cuál es la razón por la que los poderes políticos no acaban de una vez con el robo descarado que representan los paraísos fiscales, auténticos infiernos para el común de los mortales y principal obstáculo para lograr una globalización inclusiva. Los Estados, por ejemplo, han invertido copiosas cantidades de dinero en las industrias farmacéuticas con el fin de acelerar la aparición de las santas vacunas.

¿Ustedes creen que un inversor privado habría hecho lo mismo sin adquirir acciones de esas corporaciones y así participar en la gestión? Se tienen que acabar de una vez las políticas de socializar pérdidas y privatizar ganancias.

Ante esta situación no es fácil diseñar una hoja de ruta, que se suele quedar en hoja sin ruta. Prefiero seguir el consejo del poeta Antonio Machado cuando en un verso dice: “Caminante no hay camino, se hace camino al andar”. Y eso es lo que hay que hacer, andar de verdad en la buena dirección. En este sentido, la aprobación de los fondos europeos es un importante paso adelante, pero quizá insuficiente si tenemos en cuenta la magnitud de los destrozos. La Unión no puede seguir más tiempo sin una política social común efectiva más allá de declaraciones, como la reciente de la cumbre de Oporto, pues los Estados de bienestar empiezan a ser insostenibles encerrados en los marcos nacionales.

Para ello sería necesario implantar impuestos europeos que hicieran factible un Presupuesto de la Unión menos ridículo que el actual. La nueva política de los EEUU de Joe Biden puede servir de estímulo. Si Biden se aproxima a un modelo social más europeo, la Unión debería de acercarse al modelo de los demócratas americanos en la aplicación masiva de fondos públicos e iniciativas fiscales que graven a las supercorporaciones.

Todos estamos de acuerdo en que asuntos como la desigualdad antidemocrática, la sostenibilidad del medio ambiente o el control ciudadano de la digitalización exigen la acción mancomunada de poderes políticos y sociales globales. Al igual que en el pasado las conquistas democráticas fueron el producto de alianzas y movilizaciones a nivel nacional que las hicieron posibles, hoy en día se necesitan grandes coaliciones y/o acuerdos a un nivel europeo y mundial.

Las fuerzas políticas y sociales —sindicales, etc.— europeas deberían de tomar la iniciativa en este sentido y establecer objetivos comunes con los EEUU y otros actores globales. Es difícil, por no decir inviable, llevar a cabo intervenciones en la economía global sin una inteligencia entre los actores políticos determinantes. Un ejemplo concreto que indica una senda sugerente es la iniciativa estadounidense de dejar en suspenso las restricciones a la fabricación de las vacunas contra la covid-19.

En esta dirección, el movimiento sindical europeo y mundial debería jugar un papel más eficaz que hasta el momento. Se podrían aprovechar las posiciones de la nueva Administración USA para avanzar en una agenda social, medioambiental y digital justas que fuesen diseñando una Normalidad Global Nueva. Para este objetivo habrían de tenerse en cuenta, de manera realista y sin ingenuidades, realidades globales ineludibles como China e India, que representan más de 1/3 de la población del mundo.

This article has been translated from Spanish.