El afán desenfrenado por el crecimiento económico, ¿tiene efectos perversos?
Desde la Revolución Industrial, el crecimiento económico se percibe como un motor indispensable del progreso. Gobiernos, empresas e instituciones internacionales adoptan políticas que priorizan el aumento del PIB, a menudo en detrimento de las dimensiones social y ecológica.
Pero este objetivo omnipresente tiene un coste humano. La competencia encarnizada, las interminables jornadas laborales y la inestabilidad económica crean unas condiciones propicias para la ansiedad, la depresión y otros trastornos mentales. En los países de la OCDE, entre un tercio y la mitad de las nuevas solicitudes de prestación por invalidez se deben a problemas de salud mental. Según el informe, esta proporción superaría el 70% en adultos jóvenes.
Las personas con bajos ingresos, ¿también las más afectadas por los trastornos mentales?
La relación entre pobreza y salud mental está bien documentada. Según la Organización Mundial de la Salud (OMS), mientras que 970 millones de personas (el 11% de la población mundial) sufren trastornos mentales, “las personas con bajos ingresos tienen hasta tres veces más probabilidades de padecer depresión, ansiedad y otras enfermedades mentales comunes que las personas con ingresos más altos”.
Las personas que viven en la pobreza extrema están expuestas a factores de estrés crónico debido a la falta de seguridad financiera, la falta de acceso a servicios de salud mental y el estigma social.
La epidemia de desgaste profesional (o burnout) entre el personal de oficina, ¿relacionada con este sistema económico?
La constante exigencia de productividad, combinada con una desconexión creciente entre el trabajo realizado y su sentido intrínseco, alimenta un sentimiento de vacío y agotamiento.
Las largas jornadas laborales, los objetivos a menudo inalcanzables y los entornos de trabajo estresantes crean un terreno fértil para el síndrome del trabajador quemado. Esta presión no solo se siente en las grandes empresas, sino que también afecta a las pequeñas organizaciones y a los trabajadores autónomos, que se ven atrapados por las exigencias de un sistema económico que valora el rendimiento a toda costa, en detrimento del bienestar individual. En lo que respecta a la salud mental en el trabajo, la OMS afirma que solo el 35% de los países dispone de programas nacionales de promoción y prevención para los trabajadores.
¿Hay modo de reevaluar las prioridades económicas para promover el bienestar?
Los economistas y los responsables políticos deberían adoptar modelos que valoren el bienestar, como los indicadores de Felicidad Nacional Bruta (FNB) –inspirados en Bután–, y reforzar las políticas de protección social, como el acceso universal a la atención de salud mental. La ONU calcula que, por término medio, los gobiernos dedican solo el 2,1% de su gasto sanitario a la salud mental.
Es preciso replantear la organización de la economía para volver a situar a las personas en el centro. El informe de la ONU explica detalladamente cómo los cambios en las condiciones laborales y las medidas de “flexibilización” del empleo han desempeñado un papel determinante en el aumento de los problemas de salud mental entre las personas con bajos ingresos, ya que conllevan una reducción de los contratos de trabajo de larga duración, un aumento del trabajo a tiempo parcial, “ocasional” o “autónomo” y una reducción de los salarios y las protecciones de los trabajadores. De Schutter señala que, en la actual economía digital, que funciona las 24 horas del día, los 7 días de la semana, a veces es menos arriesgado para la salud mental estar desempleado que aceptar un trabajo precario, ya que la inseguridad, la falta de un salario decente y los horarios impredecibles hacen imposible alcanzar un equilibrio saludable entre la vida laboral y personal.
¿Qué iniciativas pueden adoptarse para contrarrestar esta crisis?
Ya existen algunas iniciativas que demuestran que el cambio es posible: Islandia, por ejemplo, ha adoptado con éxito la semana laboral de cuatro días sin reducción salarial, lo que mejora el bienestar de los asalariados. En Nueva Zelanda, la ex primera ministra Jacinda Ardern propuso en 2019 un “presupuesto basado en el bienestar” para mostrar una forma alternativa de elaborar las políticas públicas.
El relator especial de la ONU también pide a los gobiernos que pongan en marcha normativas que garanticen un trabajo y un salario dignos, por ejemplo, introduciendo una renta básica incondicional y horarios de trabajo más predecibles. Subraya la importancia de un enfoque “biopsicosocial” y de la participación de las personas afectadas en el diseño de las políticas. Por último, recomienda facilitar el acceso a los espacios verdes para fomentar la reconexión con la naturaleza, que puede tener efectos beneficiosos sobre el bienestar mental.