La pandemia del COVID-19 ha tomado al mundo por sorpresa, aunque no debería haber sido así. Los científicos han estado advirtiendo sobre la posibilidad de una pandemia mundial durante años, señalando incluso la posibilidad de que fuera a través de un coronavirus, así como del riesgo que representan para la salud pública los “mercados mojados” como el de Huanan, en Wuhan. Sin embargo, los gobiernos pasaron por alto sus advertencias. Algunos incluso respondieron matando al mensajero, como el cierre por parte de la administración Trump del equipo de respuesta a la pandemia estadounidense, o el caso del exprimer ministro australiano Tony Abbott, que despidió a más de 1.000 trabajadores del personal científico público en 2014.
En China, había claros indicios, desde que surgió el primer SARS hace casi 20 años, de los peligros que entrañaban los mercados mojados en los que se consumían animales exóticos. Es posible que la corrupción por parte de los funcionarios locales haya tenido algo que ver, pero por alguna razón, el Gobierno todopoderoso no tomó medidas. Y cuando se identificaron los primeros casos el año pasado, los denunciantes fueron amenazados por las autoridades, dando así al virus una ventaja calamitosa. En otros lugares, autócratas como el brasileño Jair Bolsonaro están jugando a la ruleta con la vida de las personas para reforzar su poder.
La pandemia está llevando a los sistemas de sanidad pública al límite, e incluso más allá, pero no tenía que ser necesariamente tan grave. Los países que optaron por el camino de la austeridad, ya sea por elección propia o bajo la coacción de las condicionalidades impuestas por las instituciones financieras internacionales, la Comisión Europea y el Banco Central Europeo para reducir el gasto público, desmantelaron sus sistemas sanitarios que, en muchos países ya se encontraban mal equipados y carecían de recursos incluso antes de que llegara el virus.
Muchos países tendieron a reducir las prestaciones de la atención sanitaria trasladándolas al sector privado, debilitando así los sistemas públicos y creando una doble vía de acceso. El virus SARS-CoV-2 que origina el COVID-19 no respeta los niveles socioeconómicos, y todo país que piense que puede dejar que su sistema sanitario continúe en la misma situación que antes solo conseguirá prolongar el largo período de adaptación a la nueva realidad, mientras que el virus hace estragos entre los menos protegidos. Con un terrible costo humano.
Las grandes empresas farmacéuticas también tienen su parte de responsabilidad. La investigación de vacunas no genera mucho dinero, motivo por el cual el mundo está menos preparado, ya que se deja esta labor a los investigadores universitarios subfinanciados en instituciones a las que toca soportar la carga. Es solamente ahora que empieza a invertirse en la investigación a un nivel que podría considerarse como el necesario. No obstante, los gobiernos deben asegurarse de que ninguno de los fondos de investigación y de producción de emergencia se desvíe a paraísos fiscales, como lo señaló Oxfam en su informe de 2018, ya que muchas empresas farmacéuticas suelen trasladar las ganancias a otros países. La inversión pública debe condicionarse al principio de acceso para todos.
Insuficiente es también la financiación para nuevos antibióticos, necesarios para combatir las bacterias resistentes a los medicamentos. En los últimos 30 años no se ha desarrollado ni una nueva clase de antibióticos, aunque la investigación de alta tecnología en el MIT y otras instituciones es prometedora. Ante la tensión sin precedentes que experimentan actualmente los sistemas de sanidad pública a causa del virus, los riesgos de bacterias resistentes a los medicamentos van en aumento.
Hoy por hoy, el resultado de todos estos elementos es la mayor muestra de solidaridad en la historia de la humanidad. La paralización y el confinamiento afectan ahora a la mayor parte de la población mundial, a fin de proteger en particular a los ancianos y a las personas con condiciones subyacentes. En el mejor de los casos, la vida y los medios de subsistencia se encuentran en suspenso, ya que se ha optado, correctamente, por centrar la atención en la contención y la mitigación y en el apoyo a los trabajadores y asistentes sanitarios que se encuentran en primera línea, y a aquellos que trabajan en muchos otros sectores vitales.
Toda civilización se mide por su capacidad para proteger a los más vulnerables, pero se necesitará de la solidaridad mundial a fin de financiar las garantías vitales de protección social, en donde la salud ocupa un sitio fundamental, para los miles de millones de personas a las que les fueron denegadas.
Las corporaciones han sabido manejar los hilos de los gobiernos y han recibido recursos públicos que han utilizado en su propio interés durante demasiado tiempo. Hay empresas que están asumiendo la responsabilidad de esta crisis, pero también hay depredadores corporativos que la consideran una oportunidad única en la vida para abusar de la población y salir de esta pandemia en tanto que monopolios consolidados. Por la justicia social y la seguridad mundial, la sanidad pública debe ocupar un primer plano si quiere superarse esta crisis y mitigar los riesgos futuros.
Los que llevan la peor parte de la crisis son los trabajadores: los que están en primera línea y los que se quedan sin trabajo. Es ahí donde puede encontrarse la verdadera solidaridad y donde más se necesita.
El G20 ha reconocido la gravedad de la situación, con sus promesas de cooperación, su estímulo multimillonario, el apoyo a los países en desarrollo y poniendo en primer plano la salud. Sin embargo, hacer que estos principios arraiguen en la economía real no es un hecho consumado. Los sistemas de sanidad pública resilientes serán la base de las economías resilientes, como debe ser. Sin embargo, no será suficiente. Lo que se requiere es un nuevo contrato social, donde los sindicatos, las empresas y el Gobierno acuerden medidas vitales a través del diálogo social, donde la salud y la atención estén garantizadas para todos, donde la mayoría de las personas del mundo entero que carecen de protección social la obtengan finalmente y donde el estímulo económico llegue a los trabajadores que lo necesiten y a sus familias. Ya es evidente que la mejor respuesta que se ha dado al COVID-19 es la que se desprende del contrato social activo donde tanto los trabajadores como los gobiernos y los empleadores cumplen con su función. Necesitamos apoyarnos en este principio y extenderlo.
A medida que la especie humana se enfrenta al que puede ser su mayor desafío, es preciso mostrarnos críticos con nosotros mismos. Cualquier profesional de la salud le dirá que el cuerpo humano es un sistema sumamente complejo, pero armonioso, donde cada una de las partes trabaja de concierto con las demás y que cuenta con estabilizadores automáticos en caso de que una de esas partes no funcione bien o se deteriore.
Un nuevo contrato social permitiría alcanzar este objetivo para el mundo. Los gobiernos deben tenerlo presente cuando reorganicemos la economía para el futuro.
La alternativa es demasiado terrible como para siquiera contemplarla.