Atrapadas en una odisea de dinero del petróleo, autoridad y falta de empatía

El recorrido a través de Kuala Lumpur, hasta la modesta casa donde dejaría mi equipaje durante cuatro días, me ofrecía el primer atisbo de la vida en la capital malasia. En seguida me llamó la atención que esta ciudad destacara de sus vecinos de la región.

Justo después de volar desde Bangkok – una ciudad con millones de personas que inundan las aceras y abarrotan las calles moviéndose en todas direcciones a un ritmo caótico – y llegar a lo que por lo general se considera el Emirato Árabe del sudeste asiático, me di cuenta de que el cambio era inmediato. Carreteras bien asfaltadas para deleite de la exquisitez de los coches de lujo, árboles y jardines acicalados a la perfección, torres enormes besando los cielos... El dinero parece fluir, desenfrenado, como un torrente que espita de un pozo petrolífero.

Zigzagueando a través de las calles bordeadas de árboles donde se aloja la comunidad de expatriados, el otro mundo dentro de la ciudad es patente: casas monstruosas protegidas con altas verjas, cámaras de seguridad que vigilan cualquier movimiento, y numerosas casas recogidas tras los portones de privilegiadas calles privadas, alejadas de cualquier cosa local. Pero incluso entre los expatriados, los estilos de vida y los niveles de ingresos difieren considerablemente.

Mis viejos amigos y anfitriones, Pat y Karen, un matrimonio de expatriados locales, llevan 15 años viviendo juntos aquí. La mayoría de sus amigos tienen contratos con importantes empresas petroleras; muchos de ellos son geólogos que gozan de seductores incentivos como coche privado, cuenta de gastos, alquiler pagado y, por supuesto, un sueldo desorbitado. La vida de Pat y Karen es sencilla en comparación con la de la gente que les rodea – el clima, la naturaleza y la familia es lo que les retiene en el país.

La tranquila calle de casas unifamiliares en la que viven, sin la ostentación de otras calles a la vuelta de la esquina, sigue estando bajo el ojo avizor de un guardia de seguridad empleado tiempo completo, a quien trajeron después de que se produjeran una serie de robos a plena luz del día, con la esperanza de que su mera presencia disuadiera en el futuro a otros ladrones. Con apenas 25 años de edad, el joven guarda nepalí pasa los días en una pequeña caseta, saludando y sonriendo a los residentes que entran y salen. Raramente le devuelven la sonrisa. Trabaja siete días a la semana, 12 horas al día, sin quejarse, y sin ninguna vida social.

Así es la realidad de la vida de un trabajador migrante en Malasia, y sobre todo en Kuala Lumpur, donde se necesita y se quiere un ejército de trabajadores para mantener los fastuosos estilos de vida. Independientemente de los caudales de dinero, con la riqueza que existe los empleados de clase inferior son maltratados y están mal pagados, y unos pocos ganan más que las mujeres esclavizadas todo el día como trabajadoras del hogar. Sin tener ayuda doméstica, Pat y Karen son un caso raro entre los expatriados. Pero los problemas ligados al trato que reciben los trabajadores y a cómo son percibidos en Malasia, son obvios.

“Son personas a las que se las considera como una clase inferior de seres humanos”, dice Karen, nativa de Kuala Lumpur que creció viendo como los vecinos llevaban una vida de extravagancia, observando que no hace falta tener un gran sueldo, ni siquiera conforme al nivel de los occidentales, para poder permitirse tener asistencia a tiempo completo. “Incluso familias de clase media baja tienen asistenta a tiempo completo.”

Pat ha visto cómo muchísimos de sus amigos se centran exclusivamente en su carrera profesional, releagando las responsabilidades del hogar y del cuidado de los niños a su trabajadora del hogar.

“Aquí, la mayoría de los niños crecen con su asistenta”, dice manifestando su asombro por las tantísimas personas que tan poco respeto muestran hacia las mujeres que se encargan del cuidado de sus hijos. En todo caso, aunque entren en vigor nuevas leyes para proteger a las trabajadoras que apenas salen de la casa, Pat no está ni mucho menos convencido de que las cosas vayan a cambiar. “¿Cómo vas a implementar una ley que todo el mundo está infringiendo?”

Para ellos el problema está profundamente arraigado en el carácter cultural y económico del país. El problema – dice – al que se enfrentan las trabajadoras del hogar en Malasia tiene mucho que ver con esta sociedad que depende considerablemente de la mano de obra extranjera barata para mantener un alto nivel de vida. Encima, y peor aún según ellos, está la falta de empatía que sufre Malasia. De hecho, dicen que no hay empatía en absoluto.

Desde asistentas hasta camareros y guardias de seguridad a la entrada de las calles, los trabajadores y trabajadoras migrantes ocupan los empleos que ningún malasio siquiera se plantearía realizar, sobre todo con los sueldos que se pagan. La comunidad internacional se ha percatado una y otra vez. Pero la historia de Malasia y su mano de obra del hogar es una historia de esperanzas fallidas y promesas vacías.

Un llamado internacional al cambio

En junio, con bombo y platillo y una gran atención mediática, la Organización Internacional del Trabajo (OIT) aprobó un convenio dirigido a la protección de las trabajadoras/es del hogar en el mundo. Gobiernos, sindicatos y organizaciones de empleadores acordaron elaborar un acuerdo que estableciera unas normas internacionalmente reconocidas para el trabajo doméstico. Fue aclamado como un importante paso adelante para las personas empleadas en la limpieza de casas y el cuidado de personas.

Y el convenio se ha considerado como una potenciación de los trabajadores/as en la misma medida en que ha sido mundialmente reconocido como un convenio para proteger los derechos de las mujeres.

Se calcula que el número de trabajadores del hogar en el mundo ronda los 50-100 millones, en su mayoría mujeres y niñas. Carentes durante tanto tiempo de una legislación laboral que las salvaguardara de los abusos, las personas que trabajan dentro de una casa no son visibles y están sujetas a una vertiginosa colección de pésimas condiciones, explotación laboral y violencia sexual y física. La mayoría de ellas trabajan en países donde están consideradas como gente de clase inferior, o donde simplemente no están reconocidas en absoluto. Los estándares aplicados a los ciudadanos del país no se adaptan a las mujeres que friegan suelos.

La OIT elaboró a lo largo de tres años este acuerdo, que ayudará a las trabajadoras del hogar a gozar de un reconocimiento similar al que tienen los trabajadores de otros sectores. Entre las reglas y normativas que entrarán en vigor aparecen cosas tan sencillas como permitir que los trabajadores se queden con su pasaporte, mantener las horas de trabajo establecidas y tener un día libre obligatorio por semana. Se trata de unas concesiones tan básicas en comparación con la mayoría de la gente, que la idea de un día libre sólo existe en el reino de la fantasía.

Aunque el convenio ha sido considerado como un éxito histórico para el establecimiento de reglas universales destinadas al trato de las trabajadoras del hogar, los Gobiernos nacionales signatarios todavía deben implementarlo a través de la legislación, y únicamente después de que haya sido ratificado, un proceso que todavía no ha comenzado.

De los 475 delegados de la OIT que votaron, una aplastante mayoría de 396 votaron a favor y 16 países se declararon en contra. Los restantes 63 se abstuvieron, entre ellos Malasia, por razones obvias.

Tener que observar unas leyes laborales más estrictas afectaría a lo que, en esencia, es la esclavitud moderna en Malasia. Aumentar los sueldos y los derechos desharía el orden social de la sociedad, al elevar la asistencia a un estatus casi equivalente al de los demás ciudadanos. Excluir a las trabajadoras del hogar de los acuerdos laborales las mantiene baratas y prescindibles, asegurando así que la mayoría de los hogares puedan tener una a su disposición.

Hasta hace poco, el sueldo mensual medio que una trabajadora doméstica podía llevarse a casa en Kuala Lumpur, regulado exclusivamente por los propios empleadores, era de aproximadamente 500 MYR (158 USD), y eso cuando los empleadores se dignaban a pagar. La idea de un salario mínimo es desconocida en todos los sectores, así que la idea de implementarlo hizo temblar las comodidades de la elite.

Conocido por hacer todo lo posible para evitar publicidad negativa, Malasia optó por crear su propia solución mediante un acuerdo bilateral con el país vecino Indonesia, su fuente número uno de trabajadoras del hogar.

A primera vista el acuerdo con Indonesia parece lógico, aunque no se llegó a él por gusto. Como consecuencia de una suspensión por parte de Indonesia en 2009, relativa al traslado de trabajadoras del hogar a Malasia, el país no sólo necesitaba trabajadoras desesperadamente, sino además personal del hogar con similitudes culturales, lingüísticas y religiosas. La intrépida medida por parte de Indonesia fue tomada en respuesta a la reticencia de Malasia a responder a casos de abuso. Y funcionó, forzando al país a negociar unas condiciones mejores.

Parimala Moses, de la Malaysian Trade Union Organization (MTUC), dice que la reacción inicial de Malasia fue intentar conseguir trabajadores de otros países, y no cuestionarse el trato que se les diera. El responsable de proyectos para el Programa de Acción para trabajadoras del hogar migrantes en Malasia, del MTUC/OIT, señala una disminución en el número de trabajadoras en 2010, que pasó de 310.000 a 225.000 por motivo de dicha medida.

“Para compensar la pérdida de trabajadoras/es indonesios, los malasios empezaron a traer trabajadores de Camboya, cuya cifra anteriormente apenas alcanzaba los 5.000. Cuando empezaron a contratar a trabajadoras de Camboya, la cifra se disparó inmediatamente a 10.000, y ahí es cuando empezamos a darnos cuenta de los problemas que había”, añade Parimala Moses.

Los problemas a los que se refiere eran abusos a menudo más severos que los que se veían con los indonesios, principalmente debidos a las diferencias lingüísticas y culturales. Reconociendo que la situación con los camboyanos no funcionaba, Malasia se sentó a negociar con Indonesia para alcanzar una solución y que se anulara la medida impuesta.

Tras dos años de negociaciones, el resultado fue un Memorando de Entendimiento (MOU, por sus siglas en inglés) entre ambos países, en el cual se acordaron muchos de los factores que se incluyeron en el Convenio de la OIT, como el derecho de la trabajadora a quedarse con su pasaporte y a tener un día libre obligatorio. Se acordó incluso un salario mínimo de 700 MYR mensuales. Conforme al acuerdo, la suspensión de Indonesia se levantará el 1 de diciembre, permitiendo a las trabajadoras indonesias volver a cruzar la frontera y entrar a trabajar en las casas. Aunque el MOU está siendo aplaudido por numerosos grupos de defensa de los derechos humanos y de los trabajadores como un paso positivo en la buena dirección, hay una cuestión que sigue poniendo en peligro las posibilidades de progresar de verdad.

“El problema se reduce a una falta de aplicación de la ley y a una falta de supervisión”, dice Moses, que critica que el MOU no consigue dar con maneras concretas para potenciar a las mujeres. “Las trabajadoras se encuentran en un entorno privado y no se les ve. ¿Tenemos los recursos humanos para ir a ver qué está pasando? No.”

Con 80.000 trabajadoras ya preparadas para volver a Malasia, lo cual ilustra hasta qué punto depende Indonesia de los demás en cuestión de empleos, los observadores de los derechos humanos tendrán que esperar y ver quién lleva las riendas, y si las nuevas reglas dan lugar a un cambio positivo o si se termina volviendo a lo de siempre.

Trabajar desde la base

El abuso de las trabajadoras del hogar en Malasia lleva mucho tiempo documentándose, y la presión internacional conjura a menudo una respuesta por parte de un Gobierno que intenta evitar las críticas. A pesar de las medidas altamente diplomáticas para forzar a Malasia a actuar, la mayoría del apoyo cotidiano y de las campañas de sensibilización son llevados a cabo por grupos de defensa locales a nivel comunitario. Una de estas organizaciones, basada en un suburbio de Kuala Lumpur, es Tenaganita.

En una casa sin pretensiones, a un lado de una carretera de cuatro carriles y mucho tráfico, Tenaganita se ocupa de ayudar a los migrantes. Complementando el trabajo del MTUC, que adapta gran parte de sus esfuerzos y campañas al ritmo de los funcionarios del Gobierno, Tenaganita está muy apartada de las negociaciones con las altas esferas. De hecho se ha quedado sin acceso al Gobierno, no por decisión propia sino por una serie de circunstancias que ahora definen su labor.

Lanzada en 1990, Tenaganita fue creada en respuesta a los problemas que afectaban a los trabajadores migrantes de las plantaciones y del sector de la electrónica, todos ellos hombres. Pero en seguida se hizo evidente que había cada vez más problemas entre las mujeres trabajadoras del hogar, y ello empezó a cosechar una mayor atención por parte de la organización. Hoy por hoy, la mayor parte de su enfoque lo dedica a ayudar a las trabajadoras que están fuera de la vista del público.

Desde mediados de los 90, Tenaganita ha sido famosa por enfrentarse a la política del Gobierno sin miedo a las consecuencias. Las repercusiones de un informe de 1995, en el cual se revelaban las condiciones inhumanas prevalentes en los centros de detención de trabajadoras del hogar migrantes en Malasia, hicieron que Irene Fernández fuera acusada de “publicar deliberadamente noticias falsas”. En 2003 la condenaron a un año de cárcel.

Aunque la condena sería anulada en 2008, a Tenaganita la incluyeron en una lista negra dentro de Malasia y la expulsaron del ámbito de los esfuerzos oficiales para refrenar el abuso a las trabajadoras. Pero el hecho que la etiquetaran de inadaptada hizo que el grupo se volviera más fuerte, por no tener nada que perder. El resultado es una organización que se expresa abiertamente con regularidad en contra del Gobierno y que está generando cambios a partir de la base.

La consultora y directora de programas de Tenaganita, Aegile Fernández, ha consagrado su trabajo a la protección de las trabajadoras del hogar. Se involucró a principios de la década de 1980 cuando grandes grupos de mujeres filipinas llegaban a Malasia para ser contratadas como empleadas del hogar. Enviadas a montones por agentes de contratación, las mujeres experimentaban los mismos problemas de abuso que siguen siendo moneda corriente hoy día. “Teníamos que llevar a cabo misiones de rescate para liberar a trabajadoras a las que los agentes mantenían en cautiverio”, recuerda.

En un principio llevaba a cabo la mayor parte de su trabajo bajo el paraguas de la Iglesia católica, debido a las afiliaciones religiosas de los filipinos. El resultado de los esfuerzos de “rescate” sería la primera retracción elaborada para proteger a las trabajadoras, haciendo que Filipinas se convirtiera en “uno de los mejores ejemplos de progreso con relación a las trabajadoras del hogar.”

A pesar del éxito, todo cambió con la puesta en marcha de una agresiva campaña de contratación dirigida a los indonesios. Era el año 1990. Malasia estaba abriendo sus puertas a los mercados y se necesitaban trabajadores y trabajadoras de todos los sectores para impulsar al país hacia el siglo XXI. Además de ser baratas, se prefería a las trabajadoras del hogar indonesias por sus similitudes religiosas y lingüísticas, mientras que Filipinas enviaba a sus trabajadoras a otros lugares para evitar los abusos y que recibieran mejores sueldos. En seguida empezaron los problemas con los indonesios.

“No consigo entender cómo Malasia, con una sociedad tan acaudalada, no puede tratar a sus trabajadoras del hogar con respeto”, dice perpleja. “Muchas de las que están aquí sufren desnutrición, o las matan de hambre.” Citó diversos casos de trabajadoras que sobrevivían exclusivamente a base de galletas y fideos, una o dos veces al día. Este tipo de tácticas dejan a las trabajadoras apenas con fuerzas suficientes para continuar con su trabajo, pero impotentes y demasiado débiles como para huir o luchar por unas condiciones mejores. Mediante un acuerdo con la policía, Fernández y su equipo siguieron rescatando a trabajadoras que vivían en hogares abusivos. Muchas veces todo depende de la llamada de un vecino comprensivo, ya que las mujeres no tienen forma de conseguir ayuda.

“Examinamos caso por caso y decidimos en qué momento tomar las iniciativas para proceder con los rescates, con la asistencia de los vecinos”, dice. Aunque en el MOU figura el derecho a un día libre aprobado, el solicitarlo sigue siendo decisión de la trabajadora del hogar. Un requisito, dice, que es imposible controlar. Para compensar la falta de recursos, Tenaganita está dirigiendo sus esfuerzos a los empleadores y los agentes.

Debido al elevado número de incidencias de huidas entre la mano de obra indonesia, el grupo está utilizando el ejemplo de Filipinas, que concede días libres obligatorios. Un día libre a la semana permitirá a las mujeres asistir a sesiones de formación profesional, recibir asesoramiento y disfrutar de la socialización con otras trabajadoras. Los programas están incluso siendo dirigidos a los agentes y a los empleadores con el fin de conseguir que las trabajadoras resuelvan las dificultades antes de que se les vayan de las manos, evitando así los problemas, en vez tratar sólo con las repercusiones.

Aunque su nombre esté inscrito en listas negras, Tenaganita sigue dirigiéndose a los Gobiernos extranjeros para ejercer su influencia.

“Les decimos a los Gobiernos: ustedes están enviando chicas sanas para acá y nosotros les estamos enviando chicas destrozadas de vuelta... Ahora es un problema para ustedes.” Añade que no sólo se devuelve a los países una mano de obra deshecha, sino que encima los costos médicos drenan el sistema.

Es un tema recurrente en Malasia, donde los cambios se están emprendiendo en el exterior del país a fin de garantizar la observancia de las normativas. Cuando le preguntamos por qué su país no puede mejorar la situación por sí solo, Fernández lo achaca a la falta de empatía por parte de la sociedad.

“Es la mentalidad de incluso utilizar la palabra criada o sirvienta – explica – lo que deshumaniza a estas mujeres. Como vienen aquí para ganar dinero, no pueden protestar.”

Considera que el incremento de riqueza y autoridad en la sociedad malasia es lo que ha desembocado en un mayor egoísmo y que se respeten menos a las personas que tienen que trabajar más para poder vivir.

“Usted habla de los valores asiáticos, pero ¿qué son los valores asiáticos?”, pregunta. “Los valores son el respeto, y ahora nos encontramos con una generación que ha perdido ese respeto.”

Es necesario educar mejor a los empleadores para conseguir alterar el tejido social. Anima cada vez más a los empleadores a que contribuyan a la educación de las mujeres, ya sea enseñándoles el idioma en la casa o enviándolas a la escuela. Los resultados positivos mejorarán la vida personal de las mujeres y su situación en el trabajo.

Bajo las torres gemelas de Kuala Lumpur, uno puede darse cuenta fácilmente de dónde se invierte el inmenso capital. Mientras el dinero sigue destinándose a nuevos proyectos de construcción, los cimientos del imperativo moral del país se tambalean, erosionados por la caza de riquezas. Con tantas mujeres dispuestas a regresar en masa, es el momento de hacer los cambios realidad, antes de que la situación no tenga remedio.

Un informe de Andrew King